Cesáreas en Chile (IV): De pelvis malonas
Nos referimos en la columna anterior a la patologización de la fisiología femenina y, en esta columna, nos interesa aplicar dicha reflexión a una de las protagonistas del parto desde el punto de vista fisiológico: la pelvis.
Uno de los motivos recurrentes que relatan las mujeres que han vivido cesáreas es que la operación se debió a que eran “estrechas”, a que sus “huesos no daban”, o a la relación entre esta supuesta estrechez y el tamaño del bebé (“era un bebé grande y no iba a pasar por mi pelvis”), lo que en obstetricia se denomina desproporción céfalo pélvica. Podríamos preguntarnos si habrá tantas pelvis que no son aptas para dar a luz como historias escuchamos con este argumento.
Y, para empezar, analizaremos brevemente la pelvis femenina en trabajo de parto. La pelvis ósea está compuesta por tres huesos (dos huesos ilíacos y el sacro coxis), articulados en tres puntos (la sínfisis pubiana y las dos articulaciones sacro ilíacas). El trabajo de parto en libertad de movimiento permite que estas articulaciones se muevan para facilitar el descenso del feto, proceso facilitado por hormonas como la relaxina, la prolactina y las modificaciones que al término de la gestación ocurren con la concentración de estrógenos y la progesterona, que aumentan la flexibilidad y relajación de las articulaciones y ligamentos en el embarazo. Pero, en posición litotómica (o de espaldas, posición en que ocurren casi la totalidad de los partos en nuestro país), nada de esto puede ocurrir. Las articulaciones quedan despojadas de su capacidad de movimiento y el feto debe ascender para salir. Esta posición hace sentido si analizamos la forma en que la literatura médica describe a la pelvis, como un anillo óseo, lo cual nos transporta a la idea de un círculo fijo y estático. A los y las profesionales de salud se les enseñan los peligros de la pelvis y de sus “estrechos” (¿por qué no se les enseñan las posibilidades de sus “anchejos”?). Aprenden a temer a las espinas ciáticas y al angúlo subpúbico, y creen –contra toda evidencia- que las intervenciones de rutina ayudan a minimizar estos peligros. Irónicamente, la posición de la mujer en decúbito dorsal, con las piernas abiertas y las pantorrillas apoyadas en pierneras, produce que el diámetro entre las temidas espinas ciáticas ¡se acorte!, es decir, se haga menor.
Sumemos a esto que en Chile nos encontraríamos ante un especial tipo de pelvis. En el famoso texto de obstetricia de Pérez Sánchez y Donoso, uno de los textos más utilizados en la educación de matronas y ginecobstetras en nuestro país, se plantea la existencia de una pelvis de la mujer chilena. En el capítulo sobre la pelvis, se encuentra el subtítulo “Diámetros de la pelvis”, seguido del siguiente texto: “la información expuesta se refiere a la mujer chilena.” El texto sigue con las medidas específicas de los diámetros externos de dicha pelvis (Pérez Sánchez y Donoso 2011: 15, se trata de la cuarta y última edición de este manual). Al buscar la cita desde donde proviene esta información, se llega a la tesis del Dr. Onofre Avendaño para optar al título de Profesor Extraordinario de Clínica Obstétrica de la Facultad de Biología y Ciencias Médicas de la Universidad de Chile, de 1949. En dicho texto, el autor utiliza las medidas de los diámetros externos de dos sets de muestras de pelvis de “mujeres chilenas” (una propia y la otra de O. Urzúa, de 1930, proveniente de su tesis de médico-cirujano titulada “Estudio pelvimétrico de 898 mujeres chilenas”). Urzúa había concluido que la pelvis de la mujer chilena tenía un menor tamaño exterior que las descritas en otras poblaciones. Las medidas de los diámetros externos que se presentan en el texto de Avendaño, y que han seguido siendo reproducidas en los textos de educación médica, resultan del promedio de las medidas de estos dos sets de muestras de “mujeres chilenas”.
Quizás esto tenga que ver con que la pelvis de la “mujer chilena” sea considerada pequeña, y lo que resulta relevante es la discusión acerca de la imposibilidad de la existencia de una pelvis de la mujer chilena. Las tipologías pélvicas realizadas entre fines del siglo XIX y primera mitad del siglo XX corresponden a una época donde primaron los estudios clasificatorios descriptivos, marcados por una visión etnocéntrica que describía razas humanas y que presenta series limitaciones para la comprensión de la diversidad humana. Siguiendo esta idea, es importante reconocer que si bien existen diferencias fenotípicas entre poblaciones, tanto en antropología física como en genética humana moderna no se utiliza el concepto de raza, sino de afinidad biológica, ya que en estricto rigor las diferencias genéticas intrapoblacionales en, por ejemplo, el fenotipo negroide, son tan amplias como las presentes comparativamente entre población negroide y caucásica (Heather et al. 2009). Se descarta, de esta forma, el concepto de raza para la especie humana. Las particularidades de cada población humana con sus características históricas devienen en afinidades biológicas multivariadas. En este marco, la conocida tipología de pelvis realizada por Cadwell y Moloy, que la clasifica en platipeloide, antropoide, ginecoide y androide (1933) se basa en estudios previos realizados que se fundamentan en una visión racista de la variación morfológica que además adolece de un sesgo muestral, y ya no tiene un sustrato avalado por los estudios actuales (Kurki 2007, 2011, 2013a, 32013b; Walrath 2003). Es decir, no se puede plantear que hayan “razas” (ni grupos humanos como las “mujeres chilenas”) que tengan un tipo de pelvis más apta para parir y no se ha comprobado que exista una diferenciación morfológica cuantificable (métricamente) que permita presumir que haya un tipo específico de pelvis femenina que sea más adecuada para el parto. De hecho el propio Dr. Onofre Avendaño en su tesis de 1949 (citado más arriba) señala que: “los valores aceptados por diversos autores, de épocas y regiones diversas, acusan una notable disparidad. Este hecho revela desde luego, la existencia de variaciones raciales, y aumenta la importancia de estudios nacionales y regionales” (Avendaño 1930: 80). A lo largo de su trabajo, si bien está presente el sesgo de la clasificación racial (propio de la época), se reconocen los límites de los métodos y formas de clasificación de la pelvis, así como de las formas en las cuales se conducen los problemas de las distocias óseas. Cierra su trabajo señalando: “hay aquí toda una gama de actitudes impropias. Si este trabajo lograse despertar el interés por el asunto y renovar el interés por la pelvis obstétrica, habríamos cumplido con creces nuestro objetivo, y nuestros esfuerzos estarían plenamente justificados. Meditemos, pues, una vez más, sobre este problema, y después actuemos en consecuencia. Sigamos ejerciendo la Obstetricia como Arte, sin olvidarla como Ciencia” (Avendaño 1930:135). Han pasado 66 años y quizás estemos renovando este interés, y despertando las metáforas que duermen en la ciencia.
No obstante lo anterior, en los discursos de profesionales de salud nos encontramos con la permanencia de la idea de una pelvis de la mujer chilena (y no es de extrañar, si todavía está presente en los textos de estudio). Ahora bien, ¿cómo sería esta pelvis? Si analizamos entrevistas a obstetras realizadas en el marco del proyecto FONIS SA13I20259, nos encontramos con lo siguiente: “Es que la mujer chilena, es, como lo pongo, tiene una pelvis como malona, estrecha”. Y de otro médico entrevistado, que compara la pelvis chilena con la de las mujeres escandinavas, y dice sobre estas últimas que “allá son todas mujeres altas y tú las miras por detrás y tienen las tremendas pelvis, tienen todas las condiciones antropométricas para tener una alta tasa de parto vaginal”. ¿Esto querría decir que las “mujeres chilenas” no tienen dichas condiciones antropométricas? Como profecía autocumplida, las mujeres internalizan estos discursos. Una mujer entrevistada nos cuenta las razones por las cuales le practicaron una cesárea: “Por mi estructura física era cero posibilidad por parto vaginal, técnicamente me dijo (el médico) que yo era muy angosta, no había ninguna posibilidad, no cabía. Fue por un tema de mis huesos, porque yo eso se lo pregunté harto, y me dijo que por mis huesos era muy complicado.”
Más que huesos complicados hay prácticas cuestionables, y medicina que trabaja en contra de la evidencia. Un obstetra entrevistado así lo plantea: “[La estrechez de la pelvis] desde el punto de vista médico no existe, la evidencia actual y la mayoría de las guías internacionales demuestran que uno no debería evaluar la pelvis para decidir la vía del parto, la mejor forma de ver si la pelvis es estrecha o no es el trabajo de parto. Si efectivamente la pelvis es estrecha no va a avanzar el trabajo de parto y probablemente la vamos a operar porque no progresó”. Lo que este último médico plantea es algo de lo que la obstetricia se hizo cargo al proponer la prueba de trabajo de parto en aquellos trabajos de parto que cuya dilatación o descenso de la cabeza feta se detiene en algún momento. Se define prueba de parto fracasada, cuando han transcurrido 2 a 4 horas sin progresión de la dilatación, en presencia de buena dinámica uterina, rotura artificial de membranas, anestesia de conducción y monitoreo fetal electrónico continuo normal . Es decir, para afirmar que una mujer “es estrecha” o que su feto es muy grande para atravesar el canal vaginal, el equipo médico debería, al menos, haber realizado esta prueba de trabajo de parto, que en algunos hospitales ha ayudado a reducir la tasa de cesáreas.
Volvemos así a plantear que la actual epidemia de cesáreas tiene mucho más de cultural que de fisiológico. Estamos hablando de culturas de práctica médica, más que de mujeres que no pueden dar a luz por vía vaginal.